Sin concluir.

Él era el chico nuevo. Ese que provenía del lugar donde el cielo resplandece sobre los techos de zinc. Ella provenía del mismo lugar, pero había vivido tanto tiempo en la Isla que, prácticamente, provenía de aquí.

Ellos se encontraron sin motivo aparente: simplemente eran dos personas que se conocían.

Hubo química, eso se notaba a simple vista... y sí: lo supe al verlos. Porque sentí que llevaban años conociéndose, cuando sabía que solo habían transcurrido unos días a partir de ello.

Sus días pasaban con prisa. Compartían risas, momentos, anécdotas, recuerdos, sonrisas... compartían y aprovechaban cada segundo de su tiempo en común; haciéndolo duradero y, quizás, eterno.

Se acostumbraron a esperarse cada día después de clases, a compartir un viaje de bus que los llevara a su destino... se acostumbraron a estar juntos y, eso, era un tanto peligroso.

Luego llegó lo inevitable, es decir, su química se hizo mayor y notaron que sus sentimientos iban en aumento.

Se querían, ¿quién no iba a notarlo? Se notaba en su mirada, en sus sonrisas... bueno, era tan evidente que yo lo notaba. Pero su relación era un tanto extraña, porque eran una pareja que no estaba emparejada... ellos eran una contradicción y nunca entendí por qué todo se complicó tanto.

Ellos seguían saliendo juntos y, bueno, era normal: nada los detenía.

Se acostumbraron mucho a la presencia del otro y, eso, junto al cariño que se tenían fue lo que hizo que se desencadenara todo.

Al finalizar las clases, él debía regresar a su estado. Se suponía que era un viaje común, con una fecha de retorno estipulada, pero las cosas cambiaron drásticamente: él no iba a regresar. Sólo le brindó una fría despedida detrás de un computador y la certeza de que existen historias que mueren sin tener un final.

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Querido mejor amigo.