a, b, c.

Solía llorar.
A veces y en silencio.
   Cuando la luz se apagaba y los ojos se acostumbraban a la oscuridad,
    cuando me encontraba sola y un recuerdo recurrente me invadía
     o cuando nadie podía mirarme.

Era un proceso doloroso, porque todo regresaba a mí de golpe:
   las tristezas, ausencias y las cosas que nunca pudieron ser.

Me desgarraba,
me rompía,
me volvía polvo,
me secaba las lágrimas,
permanecía en silencio
y dejaba que mis piezas volvieran a unirse de a poco.

Todo junto, siempre en el mismo orden.

Era un trabajo difícil que no me gustaba llevar a cabo, pero era la segunda forma de desahogo que utilizaba y la primera que conocía.

A veces lo lamento.
Lamento haberme fragmentado tantas veces, porque hubieron piezas que se perdieron y jamás volvieron a unirse.
Lamento haber demostrado que podían hacerme daño, porque siempre consiguieron las palabras precisas para hacerlo.
Lamento haberme vuelto tan cerrada, pero era mi único mecanismo de defensa, mi única salida del maldito mundo tóxico y auto-destructivo en el que me encontraba.
Lamento no haber luchado por mí cuando tuve la oportunidad y no cumplir sus expectativas.

Pero no podía hacerlo.
  No podía avanzar con sus restricciones y limitaciones.
    No podía vivir en la penumbra perpetua donde me tenían encerrada.

Por eso comencé a escribir:
porque algo me dolía y no encontraba la manera de expresarlo, deshacerlo y encapsularlo,
y, por lo menos, era una gran manera de hacer que mis emociones crearan algo nuevo y distinto...
y no me pertenecieran solo a mí.

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