Ag.

Recuerdo la noche de aquel viernes: era fría, oscura y sin estrellas.

Estaba lejos de casa cuando recibí una llamada.
Escuché la voz familiar de mi hermano, pero su tono revelaba otra cosa: habían malas noticias.
Colgué la llamada tras escuchar lo que me decía y quedé muda, mientras mis manos temblaban y el corazón me dolía.
Estaba lejos y no podía verla, pero sabía que sus ojos habían perdido el brillo y su sonrisa se había apagado.

No lloré.
No grité.

Me contuve tanto como pude para no demostrar que me estaba rompiendo por dentro.
El tiempo transcurría de una manera acelerada, hasta que la vi postrada en su cama: estaba cubierta por una sábana, pero yo sabía que se trataba de ella...

Ella, la que siempre se emocionaba al vernos llegar a su casa y nos recibía con una sonrisa llena de amor;
        un tanto pequeña, cariñosa y que siempre llevaba un turbante sobre su cabello plateado;
        que poco a poco se fue olvidando de todos y de sí misma;
        que partió en ese viaje que no tiene regreso;
        que vive ahora en una estrella.

Ella, a la que desde siempre llamé abuela.

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Querido mejor amigo.