El cielo de esa noche.

Era un cielo oscuro, de un color añil. Era azul, pero era negro... era como una contradicción inmensa. Se veían las nubes un poco celestes, no eran blancas como en el día, sino que eran de un azul más claro.

Sobre mí estaba la luna: estaba incompleta. No sé si estaba en un cuarto menguante o creciente; si estaba creciendo o se estaba poniendo más pequeña... quizá pronto vea una luna llena o, quizá, una media luna.

También estaban las estrellas: eras muchas. Tantas como las que había cada noche. Cada una brillaba y me invitaba a contarla. Se parecían a miles de mini-faroles, cada uno encendiéndose de pronto.

Mientras lo miraba, no pasó ningún avión. Me extrañó, porque ellos acostumbran hacerlo. Así que contemplé ese cielo desnudo, solo, tranquilo. Ese cielo que era cielo, que era mi cielo. Ese que es inmenso, interminable, inalcanzable. Ese donde encuentro inspiración...

Ese que no se cansa de descubrirme cada noche sonriéndole a la luna.

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