Perfume de vainilla.

Él tomó mis manos entre las suyas y, por un momento, solo existíamos los dos. Él miró mi mano, mis dedos y, así, de la nada, entrelazó sus dedos con los míos, como si ya estuviese acostumbrado.

Mientras la brisa traía consigo su dulce perfume de vainilla, ese que me encantaba tanto, saqué mis dedos de los suyos, sabiendo que, en el fondo, no deseaba hacerlo.

Seguimos hablando y él no dejaba de intentar tomar mi mano con toda naturalidad.

Mi mamá me hizo señas indicándome que era hora de irnos. Me despedí de él y lo abracé, quizá para mantener un rato más su olor conmigo.

De repente, en el trayecto de vuelta a casa percibí que mis manos olían a ese perfume suyo: olían a vainilla. Así que, llegué a la conclusión de que, a veces, la felicidad te deja un suave olor a vainilla en las manos.

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