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Mostrando las entradas de mayo, 2016

¡Feliz cumpleaños!

¡Llegó el día! Hoy es 27 de Mayo, mi cumpleaños y, desde que tengo memoria, el mejor día del año. Pero, en este año, no hubo torta, ni celebración, ni motivo para celebrar... Al día siguiente, se había acabado todo: ya no era mi cumpleaños, sino otro día normal. Casi entrada la noche, hubo un pequeño destello de luz: hubo alguien que quería que mi día fuese diferente. Él llegó, con un ponqué en la mano, me abrazó, me sonrió y me dijo: "¡Feliz cumpleaños!" mientras me invitaba a su casa porque, según él, me tenía una sorpresa. Lo pensé, por unos breves minutos, acepté y nos fuimos. Llegamos a su casa y dos amigos me felicitaron. De pronto, la típica canción de feliz cumpleaños sonó de fondo mientras él venía con otro ponqué en la mano pero, esta vez, con una vela encendida. Él sacó su guitarra y comenzó a cantar... lo grabé todo, lo admito. De repente, como última canción, decidó cantar "Falta poco" de Rawayana. ¡Vaya! Llevaba años, desde que escuché la ca

Deceso.

Caía la noche. El hombre de ojos grises estaba postrado en la cama, como ido, como si no notase que la casa estaba llena de gente. Respiraba rítmicamente, su respiración era algo intermedio entre un resoplido y un jadeo. Él miraba a un punto en el vacío, como quien está ausente. El doctor sin bata hacía todo lo posible para hidratar al hombre de ojos grises. La respiración de aquel al que le colocaron la intravenosa de suero se volvió lenta y acompasada. Luego, casi como de repente, el hombre de ojos grises dejó de respirar. El doctor sin bata lo intentó reanimar de todas las formas posibles, pero ninguna dio resultado: el hombre de ojos grises murió frente a mí y frente a todos nosotros… yo no dejaba de aferrarme a un cojín de alpiste, como si mi abuelo, aquel hombre de ojos grises viviera aún dentro de él. Yo lo ví minutos después de haber muerto y por mi mente no dejaba de pasar una única frase de Benedetti: “Entonces miro al león que tiene la boca abierta, pero no ruge”.

El amor de las dos.

De la man era má s casual , dos Virg inia perdieron al amor de su s vidas en una misma noche. El de l a primera era el amor de s u vid a, el que hizo que se enamorara, con el que ella deci dió casarse y tener hijos: su compañero de toda la vida. El de la segunda era un amo r diferen te: no era su compa ñe ro, no se había enamorado, pero le a maba. Quizá le amaba demasiado, era aquel al q ue solo ve ía para sentirse feliz. Él, aquel lunes por la noche, las dej ó a las dos solas, vacías, con lá gri mas en los ojos. Algunos las vieron, cada una por su lado, lloran do, sufriendo de diferente forma. Una con una s pupilas azules carentes de luz y la otra con sus ojos cafés s i n b rillo. Ambas, como aliadas, despi dieron a sus amados. Ambas despi dieron a un hombre de o jos grises, a mbas tuvieron que llorar al mismo hombre. Ambas, nieta y abuela, le dijeron adió s al amor de sus vida s.  

Subconciente.

Estaba sola, de pie, en un lugar como cualquier otro. De repente, llegó. Me miró, sonrió y no pude evitar sonreír de vuelta. Me tomó de la mano y me llevó con él. Me sentí cómoda, como si no hubiese sido la primera vez que sucedía. Sin saberlo, estábamos en una casa. Nos sentamos y, mientras hablábamos, llegaron sus primos. Nos hablaron, querían saber de mí. Él trató de ignorarlos y me volvió a tomar de la mano. De la nada, volvimos a estar en la calle y parecía como si no existiese nadie más. Me solté de su mano mientras caminábamos. Luego, como si nada, la volví a tomar. Él jugó con mis dedos, como si desease entrelazarlos con los míos. Lo admito, yo también deseaba que eso sucediese. Nos sentamos en un banco a mitad de la calle. Nos miramos. De pronto se me acercó. Quedamos cerquísima, sus labios a centímetros de los míos... Abrí los ojos y escuché el sonido de un ventilador girando. Me encontraba sola, en mi habitación.

Rainbow.

Éramos dos personas mirando al cielo, absortos, como si nada más importase. Él lo miraba, quizá con la misma pasión que lo hacía yo, pero su pasión y la mía eran absolutamente distintas: él buscaba un refugio, algo hermoso que ver, mientras que yo, simplemente, buscaba inspiración. De repente, mi mirada encontró algo más que ver, lo miraba a él: se veía cómodo, en casa, como si hubiese hallado su hogar en ese cielo inmenso. Se le veía feliz, alegre y, tal como una relación directamente proporcional, me sentí alegre, tan alegre que sonreí. Él desvió su mirada del cielo, como si una fuerza invisible lo atrajera, y puso su mirada en mí. Nos quedamos callados, mirándonos, contando los lunares del otro, sonriendo como tontos y, de momento, no hizo falta nada más.

Póstumo.

Lo recuerdo. ¿Cómo no podría hacerlo? Él, absolutamente, era del tipo de persona que son difíciles de olvidar. Sin duda alguna me acuerdo de él: era un poco más alto que yo, tenía unos brillantes ojos cafés y esa mirada llena de vida. Su piel era morena y bronceada, llevaba un peinado común y, quizás, eso era lo único común que formaba parte de él... Confieso que prefiero recordarle así, igual a la última vez que lo ví con vida. Prefiero eso, mil veces, a recordarle dentro de ese ataúd negro, con la mirada y la vida apagada. Recuerdo, también, la tarde en la que me dijeron que había muerto y recuerdo, realmente, el dolor y el vacío que sentí después de eso... Recuerdo a mi primo: sonriente y solo unos meses menor que yo.