Deceso.

Caía la noche.

El hombre de ojos grises estaba postrado en la cama, como ido, como si no notase que la casa estaba llena de gente. Respiraba rítmicamente, su respiración era algo intermedio entre un resoplido y un jadeo.

Él miraba a un punto en el vacío, como quien está ausente. El doctor sin bata hacía todo lo posible para hidratar al hombre de ojos grises. La respiración de aquel al que le colocaron la intravenosa de suero se volvió lenta y acompasada. Luego, casi como de repente, el hombre de ojos grises dejó de respirar. El doctor sin bata lo intentó reanimar de todas las formas posibles, pero ninguna dio resultado: el hombre de ojos grises murió frente a mí y frente a todos nosotros… yo no dejaba de aferrarme a un cojín de alpiste, como si mi abuelo, aquel hombre de ojos grises viviera aún dentro de él.

Yo lo ví minutos después de haber muerto y por mi mente no dejaba de pasar una única frase de Benedetti: “Entonces miro al león que tiene la boca abierta, pero no ruge”.

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